Por EUGENIO SEMINO / A raíz del intento de magnicidio ocurrido hace dos semanas, se activan en el inconsciente colectivo de quienes ya tenemos una edad avanzada un montón de recuerdos e imágenes de la violencia política de los setenta. Más allá de las opiniones personales y de las lecturas políticas, el mecanismo de la memoria se convulsiona. ¿Volvemos a vivir en tiempos de violencia política? ¿Se abre una nueva época en el que las decisiones se toman con las armas en la mano?
Quienes son más jóvenes, en cambio, remiten la lectura del hecho a su propia historia. Si el magnicidio hubiese tenido lugar, no sería el inicio de unos nuevos “años de plomo” sino el comienzo inmediato de un nuevo 2001. El periodismo, que está obligado a mantenerse actualizado, habla del culpable con un término que no es nuevo pero que tiene mucha mayor vigencia, y que las generaciones aun más jóvenes comprenden de manera inmediata. Más que un militante, o un miembro de una organización armada, se califica al atacante con la denominación de posible “sicario”. Es decir, alguien que mata, no por ideología sino por dinero. Sin embargo la interpretación que se termina imponiendo, al menos por ahora, es la más actualizada de todas. Se habla de un crimen de odio, un odio generado por los grupos políticos y por los medios pero reproducido de forma indefinida por las redes sociales.
Cada generación interpreta de acuerdo a su caudal de experiencias y seguramente todos nos equivocamos, lo que hubiera pasado y lo que está pasando siempre es algo distinto que se escurre entre las proyecciones que hacemos para intentar verlo. Ese es el tema sobre el que quiero reflexionar en este artículo.
Como miembros de la que hoy ya es “tercera edad”, a mí y a mis congéneres nos toca confrontar con los fantasmas de nuestra propia historia, la cual ha tenido una presencia simbólica innegable durante las últimas décadas. “No volver a la época más oscura de nuestra historia”, esa es la consigna que marcó a nuestra generación. No volver a los setenta, no volver a la Dictadura, no volver a las armas.
De acuerdo a diversos indicios que se pueden leer en la actualidad no estamos corriendo el riesgo de que eso ocurra. Y seguramente tampoco lo estuvimos en las numerosas ocasiones en que temimos que eso pudiera ocurrir. Sin embargo no creo que podamos decir que deberíamos sentirnos aliviados.
No es posible establecer comparaciones, porque todas son subjetivas, por más parámetros y mediciones objetivas que se intenten utilizar. Pero nos corresponde hacernos cargo del peso simbólico que los setenta tienen en nuestra cultura. Si yo me remito a mi propia experiencia de vida no tengo dudas de que la violencia política de los setenta y en particular la Dictadura fueron lo peor que le ocurrió a nuestra sociedad. Pero temo que alguien de veinte años, que ve eso como historia antigua, tenga elementos para plantearme una perspectiva totalmente distinta. Si quisiéramos discutir sería imposible ponernos de acuerdo.
Debiéramos acordar si la pobreza, que era de 4 puntos en los setenta y hoy supera los 40 puntos, es o no violencia. O si la falta de acceso a la educación y salud públicas también lo son. Hay tantas cosas que fuimos perdiendo después de los setenta, cosas que quienes tienen hoy veinte años no conocieron jamás, que es difícil imaginar esa discusión.
En la antigua Roma había dos términos para definir violencia. Vis absoluta y Vis compulsiva. El primero tiene que ver con el hecho brutal, obvio de percibir, que nos conmueve en el momento de producirse, como una bomba de los setenta, alguien que hoy muere cuando le disparan para robarle, o el intento de magnicidio. El segundo es el que fue denominado por el gran psicoanalista argentino Fernando Ulloa como “violencia dulce”. Se trata de la violencia que no es “obvia”, que puede ir desde no cambiarle el pañal a un postrado, o no darle la medicación, hasta que un chico no coma las proteínas necesarias para el desarrollo de su cerebro. Dentro de este rango de violencia tal vez podamos incluir “la pobreza”. Si es así, yo no querría tener esa discusión con alguien de veinte años.
La violencia puede ser de dos clases: vis absoluta y vis compulsiva. La primera implica fuerza sobre la persona, golpearla, secuestrarla. La segunda es la intimidación, la amenaza de provocarle un mal grave; esa amenaza debe ser tal que desaparezca la voluntad en una persona razonable, provoque temor grave.
Pero no es solamente la violencia dulce la que podría servirle como argumento. También hay de la otra. Donde yo podría decir Dictadura mi joven interlocutor diría narcotráfico, yo podría hablar de atentados, secuestros y bombas y él de crímenes a causa de la inseguridad, femicidios y homicidios cometidos a diario en contextos de relaciones interpersonales.
Al final, tal vez, yo tendría la carta ganadora. Admitiéndole todo podría contraargumentar que en los setenta era peor, porque siempre es peor cuando los crímenes los comete el Estado. Sería una victoria tenue, algo así como un triunfo obtenido por muy pocos puntos. Y no serviría de mucho porque al fin y al cabo, por usar una vieja metáfora, la mirada de quienes hoy tienen veinte años es el juicio de la Historia que le toca a nuestra generación.
Hoy tengo la sensación de que nos pasamos la vida hablando de los setenta, no queriendo volver y volviendo siempre como quien no puede olvidar un trauma. Mientras tanto a nuestro alrededor fue cambiando el escenario. Hoy el problema que enfrenta la mayor parte de mi generación tiene que ver con la subsistencia material en condiciones dignas, con llegar a fin de mes, con obtener un turno médico en menos de tres meses o acceder a un tratamiento o un medicamento antes de que sea demasiado tarde. Los más jóvenes están materialmente en la misma situación, solo que con mejor salud y sin ninguna perspectiva de futuro.
Pero esto hoy no es debatido en Argentina. No lo hacen los decisores políticos y sociales y tampoco lo hace la academia. Nos quedamos dando vueltas alrededor del pasado, temiendo volver a la Dictadura o deseando el nuevo 17 de octubre. Del otro lado el mundo cambió y cambia de una forma cada vez más acelerada. No llegamos nunca a discutir lo que está ocurriendo ahora, seguimos viendo fotos en blanco y negro mientras nos ponen el casco de realidad virtual.
Las sociedades que sí pudieron discutir sus contextos actuales lograron vivir, no sin dificultades, en un estadio de bienestar, sus sujetos tienen un presente que les permite proyectar un futuro. Todas las noches se van a dormir y al otro día se levantan en “mañana”. En sociedades como la nuestra, llamadas de”malestar”, nos vamos a dormir y nos levantamos en “ayer”. Y el “hoy” es una ruina que no queremos ver.
El Doctor Eugenio Semino es Defensor de la Tercera Edad y Presidente de la Sociedad Iberoamericana de Gerontología y Geriatría (SIGG). Fuente: GerontoVida http://www.gerontovida.org.ar/noticias/ARTICULOS/Ma%C3%B1ana%20es%20ayer/1700