Por Dolores Pruneda Paz / La destrucción del patrimonio histórico cultural, como ocurrió el domingo 8 de enero en Brasil cuando manifestantes de la ultraderecha bolsonarista que reclamaban un golpe de Estado destruyeron obras de arte, mobiliario y estructura de los emblemáticos edificios de los tres poderes de Brasilia, “lleva a reflexiones críticas acerca de cómo deberíamos relatarnos como sociedad a partir de ese contexto”, dice la antropóloga argentina especialista en patrimonio Mónica Lacarrieu: se trata de “un hecho sin precedentes” en ese país destaca su colega brasileño Gustavo Pacheco.
El pasado 8 de enero, a tres meses de los comicios presidenciales de Brasil que ganó Luiz Inácio Lula da Silva por una estrecha diferencia, simpatizantes del ahora expresidente Jair Bolsonaro irrumpieron en los edificios gubernamentales de Brasilia causando daños irreparables en el patrimonio de ese país: “muebles históricos, documentos y objetos fueron destruidos, incluyendo obras de algunos de los más importantes artistas brasileños como Di Cavalcanti, Burle Marx y Franz Krajcberg”, señala Pacheco, ex agregado cultural de la embajada de Brasil en Argentina y subsecretario de Patrimonio Cultural del Distrito Federal entre 2016 y 2018.
Puertas y ventanas arrancadas de sus goznes; paredes grafiteadas; pisos de piedra portuguesa levantados, de mármol agujereados, de alfombra quemadas; hasta lo techos fueron marcados con objetos y basura que lanzaban los manifestantes. Rasgaron cortinas, desvencijaron muebles. Se llevaron las cámaras de seguridad; rompieron las barreras de ingreso para vehículos. La situación se repitió en El Palacio Presidencial de Planalto, la sede del Tribunal Supremo y la del Congreso, tesoros de la arquitectura moderna de Oscar Niemeyer vandalizados.
Cuadros icónicos destruidos por el agua, por el fuego o perforados como la “Bandera de Brasil” que servía de fondo para los discursos presidenciales, pintando por Jorge Eduardo en 1995, hallada flotando en la planta baja inundada del Palacio del Planalto, y “Las mulatas”, una de las obras más importantes de Di Cavalcanti (1962), valuada en más de un millón y medio de dólares y hallada con siete puntazos en el lienzo, “probablemente hechos con la misma piedra portuguesa que arrancaron del suelo”, conjetura el informe preliminar del Instituto de Patrimonio Histórico y Artístico Nacional de Brasil.
De los dos únicos relojes de péndulo que se conservan en el mundo de Baltasar Martinot, relojero del siglo XVII que trabajaba para el rey Luis XVI de Francia, el más pequeño está en Versalles, el mayor, regalo de la Corte Francesa a Juan VI de Portugal, Brasil y Algarve entre 1816 y 1822 estaba en este edificio y fue totalmente destruido, las piezas esparcidas por el suelo, algunas sustraídas.
Lo mismo que la escultura en bronce “El flautista de Hamelín” de Bruno Jorge, o la escultura mural en madera de Frans Krajcberg; o la mesa de trabajo de Juscelino Kubitscheck, el visionario expresidente detrás de la idea de Brasilia, capital construida de cero en medio de la sabana e inaugurada en 1960, utilizada como barricada por los manifestantes.
Los daños “son inestimables”, repetían funcionarios en notas y entrevistas que replicaba la prensa internacional, pero ¿qué es lo que se destruye cuando se embiste contra estos símbolos, qué narrativas subsisten, contra qué cargan estas acciones colectivas y brutales más allá, desde los simbólico? ¿Qué se pierde y qué se abre cuando se destruye patrimonio público?
Principalmente, la estructura simbólico-identitaria que atraviesa la vida social en su conjunto, más allá de que no todos los patrimonios son reconocidos por la sociedad toda -indica Lacarrieu-. La destrucción de una obra artística o de un monumento inquieta no solo por la materialidad que se pierde sino por lo que significó para partes de la sociedad que pierden referencias del pasado y desde las cuales se reconocen y encuentran pertenencia”.
“Es fundamental señalar que lo que hubo el 8 de enero no fue una manifestación popular, sino una tentativa deliberada y violenta de instaurar el caos con fines de desestabilización política. No hay justificación posible para la destrucción del patrimonio cultural en el marco de ese tipo de acción”, interviene Pacheco.
Además de crear condiciones para una posible intervención militar, “querían expresar del modo más visible su desprecio por las instituciones de la democracia haciendo su propio espectáculo, transmitido en vivo en las redes sociales, representando un contrapunto brutal y violento con la fiesta popular del domingo anterior, 1 de enero, cuando Lula abría el 2023 asumiendo la presidencia en una fiesta popular con cientos de miles de personas, espectáculos musicales y ningún incidente”, señala el antropólogo.
Los daños simbólicos causados por los golpistas “son tan o más importantes que los daños físicos. La lección más clara del 8 de enero es que Brasil, como nación, falló en la tarea básica de ajustar cuentas con su propio pasado, violento y sangriento, y mientras no lo haga ese pasado volverá cada tanto para aterrorizarlo y tiranizarlo”, postula.
Los patrimonios, señala Lacarrieu, “son oportunidades para pensar nuestras identidades. En el siglo XX sirvió para construir y legitimar la nación, en consecuencia, para construir la identidad nacional”, aunque “en la contemporaneidad, esa identidad nacional está en permanente debate, porque hay otras pertenencias, otras identidades y los patrimonios clásicos llevaron a negarlas o borrarlas”.
El patrimonio es el resultado, además, de un relato, asegura, “los bienes contribuyen a elaborarlo, de allí que cuando se discute o se ataca un bien o un monumento se está también discutiendo con el relato que se construyó en torno al mismo”. Pero no siempre la sociedad estará dispuesta a ese cambio, a la reformulación del relato que da identidad, “es más sencillo cambiar el relato que la pertenencia identitaria sobre la cual nos hemos reconocido y reconocemos a los otros”, dice.
Por eso “cuando en épocas de Cristina Kirchner se quitó la estatua de Colón, una oportunidad para repensarnos como argentinas/argentinas, generó lo contrario, una polémica sobre cuáles serían las razones para quitarlo si es parte de nuestra historia, colocando el problema en la destrucción del monumento y no en el replanteo acerca de quiénes queremos ser, cómo proyectarnos hacia el futuro y cómo descolonizarnos”.
Hasta que sucedieron los casos del asalto al Capitolio -el 6 de enero de 2021 cuando se recontaban los votos que dejarían definitivamente fuera de juego a Donald Trump en Estados Unidos- y sobre todo el de Brasilia, los especialistas consideraban que “el patrimonio se había convertido en un recurso de disidencia y resistencia”, que “había tomado ese carácter político y politizador que originalmente no se le atribuía”, indica Lacarrieu, también catedrática en la Universidad de Buenos Aires.
Pensaban que -como ocurrió en las jornadas iconoclastas que precedieron el asesinato del afroamericano George Floyd por abuso policial en EEUU y que se extendieron por Europa en plena pandemia de 2020 con la decapitación y destrucción de estatuas públicas- se había convertido en un recurso para “discutir con el racismo o con las relaciones coloniales de poder”.
Si el patrimonio había sido el resultado de activaciones del estado selectivas de bienes que representaban a las elites del poder, en La Paz, Bolivia, en 2020, la estatua de Isabel La Católica fue intervenida con atuendos de la chola boliviana (un sombrero, un aguayo), acción que fue defendida por María Galindo, activista boliviana, bajo el argumento que el colonialismo español había instaurado la representación de una mujer blanca, negando a la indígena”, grafica.
“Por años se procuró que el patrimonio fuera descontextualizado y que trascendiera coyunturas políticas, órdenes gubernamentales, cambios de poder. Sin embargo, la contemporaneidad abrió las puertas para observar que los patrimonios son contextuales y solo pueden entenderse desde el contexto en el que se activaron -explica-. Es esa valoración la que puede llevar a que ciertos grupos intenten apropiarse de bienes, obras y sitios no tanto por la obra o el bien en sí, sino por lo que puede provocar en los otros, sobre todo en quienes detentan el poder”.
Esos casos, parecían colocar al patrimonio público “en un lugar opuesto al que siempre había tenido”, señala, eran los grupos de izquierda, las resistencias, los activistas quienes discutían con las élites.
El movimiento Black Live Matters desterrando estatuas, anarquistas europeos tirando monumentos al río, ambientalistas lanzando sopa a un cuadro de Van Gogh, “llevaron a pensar el patrimonio en contexto de disputas asociadas a problemas contemporáneos que requieren de debates públicos de resistencia a modelos eurocéntricos”.
En todo caso, de un lado y del otro, dice Lacarrieu, “el patrimonio entra en los conflictos sociales y sobre todo se vuelve un recurso político para contestar modelos de poder e ideológicos. Solo que en el pasado clausuraba relatos desde la selección y activación de ciertos símbolos asociados a quienes detentaban el poder y legitimaban a ciertos grupos sociales: lo blanco, lo masculino, la elite, lo heterosexual”.
“En el presente, el patrimonio sirve para discutir desde el conflicto y la puesta en escena del mismo, no solo con esos atributos del mundo eurocéntrico, sino también para contestar al poder que no me es afín -sentencia- y son estos casos diferentes los que llevan a preguntarse hasta dónde este tipo de prácticas abren el camino hacia la valorización de derechos ciudadanos y el rompimiento de valores coloniales, de borramiento de pueblos que fueron sometidos”.